Con Sylvia Molloy en el centro del mundo [Café Perec]

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Sylvia Molloy, que escribía para pensar, redactaba a veces cartas que nadie pudo leer nunca. Algo distinto el caso de Eric Satie, que no abría las cartas que recibía, pero las contestaba todas. Esta mañana, le escribí a Sylvia Molloy unas líneas a modo de carta breve para un largo adiós. Molloy murió en Long Island este verano. Fue pionera histórica en tratar en sus libros los temas de la cultura LGTB. Y pionera también en el estudio de la “autobiografía” como género literario. Dejó libros maravillosos: En breve cárcel, Vivir entre lenguas, Desarticulaciones, Varia imaginación. La noticia de su muerte a los 83 años tuvo escaso eco entre nosotros. Seguramente porque el corazón de su obra fue editado en su Argentina natal (en Eterna Cadencia) y poco leído aquí.

Esta mañana, dije a Molloy, en mi carta muerta, cuánto me agradaría que en forma de libro alguien, un día, abordara su apasionante vida plurilingüe, aquella de la que ya hablara Patricio Pron en estas mismas páginas. Y evoqué ese “vivir entre lenguas” en el que ella solo vio ventajas a la hora de poder comprender la verdadera identidad del lenguaje. “¿En qué lengua soy?”, llegó un día a preguntarse. Ya de muy niña, hablaba español con la madre, inglés con el padre, y luego, cuando se instaló en París, adoptó el francés heredado de sus abuelos. No creo que nadie haya escrito mejor que ella sobre la escritura de las afueras, sobre la escritura que resulta del traslado; o mejor, la escritura como traslado, como traducción: “la escritura desde un lugar que no es del todo propio y sin duda no lo será nunca, un lugar donde subsiste siempre un resto de extranjería y de extrañeza, donde se aprende una lengua nueva, pero se escribe en la lengua que se trajo”

Al concluir mi carta, volví a recordar que a Molloy en persona la había visto una sola vez en toda mi vida, hacía ya diez años, en Nueva York. En esa ocasión única, en la McNally Jackson, hablamos de lo mucho que, en los años setenta en París –por amigo interpuesto– habíamos alcanzado a saber el uno del otro, sin que llegáramos a vernos nunca en ningún lugar de la ciudad, en ninguna ocasión, nunca. ¿Fuimos ya en la McNally en aquel mismo momento conscientes de que el instante era raro y era único?  En mí memoria resuena Idea Vilariño: “Fue un momento, un momento, en el centro del mundo”.

Al encontrar esta noche en Varia imaginación ese relato que Molloy tituló Últimas palabras y donde narra su visita a la casa de Trotsky en Coyoacán, he visto la oportunidad de ensanchar aquel momento único de diez años antes y tratar de compartir con Molloy una experiencia que tuve en la visita a la misma casa. Porque yo había visto una gota de sangre en la alfombra del despacho de Trotsky, y Molloy no. Por ahí, he pensado, podría alargarse el momento único. Eran distintas las dos experiencias, lo que me facilitaba cotejarlas y, por tanto, proseguir de algún modo el diálogo, añadiendo unas cuantas “últimas palabras” más a aquel momento en el centro del mundo que de pronto, súbitamente, se me ha revelado eterno.

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