Juan-Manuel García Ramos [La Provincia] : Después del primer hojeo del último libro de Elisa Rodríguez Court, La penúltima lectora (Madrid, Mercurio Editorial, 2022), lo que se me ocurrió decirle a bote pronto a su autora fue que por qué no le había puesto un prólogo o una introducción para aclarar cuál era el origen y la intención de esos textos reunidos. Creo que Elisa me contestó que esas páginas caminaban solas, o algo parecido. Tras la lectura atenta y feliz del volumen, he de darle la razón a Rodríguez Court.
Antes de nada, no puedo desligar la lectura del citado libro de Elisa de un título publicado en 2013 del novelista italiano Alessandro Baricco, Una cierta idea del mundo, traducido al español en 2020, donde el autor de Seda, nos daba cuenta de los mejores cincuenta libros leídos por él durante una década, proponiéndonos en su prólogo que esas lecturas facilitaban la inteligencia y la fantasía colectivas.
Y la inteligencia y la fantasía son las que despliega Rodríguez Court durante los noventa y cinco fragmentos que reúne su libro, ella los llama «narraciones híbridas», y donde casi siempre es un poema, una novela, un cuento o un drama, a veces una película, un lienzo o hasta un acceso a Google, los que avivan la escritura de Elisa y trascienden lo leído o lo visto más allá de sus límites originales, para dejar que la autora ajuste cuentas con sus ideas, con su interior más íntimo.
Dice Rodríguez Court en una de sus páginas que la pervivencia de la literatura depende tanto de quienes la escriben como de sus lectores y en La penúltima lectora queda patente que igual que existe la textualidad de los libros también existe la transtextualidad, el debate que suscita siempre la lectura de una obra, su prolongación. Salvando todas las distancias, pero en la línea de trabajo de Harold Bloom, Rodríguez Court, en sus depurados comentarios, también viene a demostrarnos lo que la buena crítica literaria y la solvente enseñanza de la literatura propician como prácticas de una meditación sobre la vida, como utensilios terapéuticos.
Court ensaya lo que nosotros llamaríamos la lectura creativa, reflexiones que parten de textos y provocan textos, todo ello producto de la madurez cultural, moral, existencial, de la autora, que no se queda en darnos pistas sobre sus obras y autores preferidos, sino que es capaz de asociar sin solución de continuidad la literatura y la vida, la literatura traducida a filosofía, a mirada amplia y enriquecedora. Dice Court: «Si una sola frase consigue remover nuestro intelecto, cabría preguntarse sobre las innumerables cavilaciones que provoca una obra literaria entera».
El tan argentino Ricardo Piglia, el atormentado David Foster Wallace, el dramaturgo precursor August Strindberg, los buenos amigos Coetzee y Paul Auster, el tan admirado Enrique Vila-Matas, la intensa literatura de Vasili Grossman, la narrativa lírica de Clarice Lispector, la poesía de Idea Vilariño tan cerca de Onetti, los cuadernos de Rilke, el triestino y danubiano Claudio Magris, el amante del fracaso Julio Ramón Ribeyro, la siempre sorprendente Emily Dickinson, Alice Munro y Philip Roth despidiéndose de la escritura, Cervantes y algunos episodios menores del Quijote, junto a otros autores no tan notorios, suscitan las citadas inteligencias y fantasías de Rodríguez Court y nos dan noticia de la biblioteca personal de esta penúltima lectora perteneciente a una época que ella misma define en sus actuales circunstancias: «¿Dónde queda la concentración, la soledad y la imaginación, elementos esenciales del hábito lector?» Lo que otros reconocen como una «crisis de distracción» generalizada.
Uno disfruta de La penúltima lectora como si se tratara de un viaje compartido, los libros leídos y conocidos por nosotros recobran nuevos sentidos, despiertan experiencias inéditas, se abren a originales redescubrimientos a través de la prosa limpia y exquisita de Rodríguez Court, de una prosa que sorprende por la amenidad que nos transmite, la independencia de su textura y su capacidad para atraparnos: «esas páginas que caminan solas» de las que me habló Elisa cuando yo le reclamaba un prólogo o una introducción para que nos dieran cuenta de lo que no lo necesitaba. Como ya reconocí, era ella quien tenía razón. Son páginas con vida propia al margen de los libros o las contingencias que las inspiran.