Leer a Agamben no es cómodo. No te coloca en una posición confortable. Como lector no te conviertes de inmediato en clase antagonista, ni subalterno ni cualquier otra figura política desafiante con que echarte a la calle feliz de haberte conocido. Sus críticas averiguaciones sobre la realidad no tienen la forma de la receta, ni te proporciona fichas con las que armar un discurso ocasional ni te regala imágenes de propaganda alguna. En realidad, lo que Agamben te ofrece es una arquitectura compleja, un lugar en el que instalarte a pensar, una biblioteca en la que sus arqueologías, lecturas filológicas y excursos te obligan a replantearte las cosas. Sencillamente construye pequeñas estancias para que el pensamiento tenga lugar.
También edificios. Su trabajo mayor, los nueve volúmenes publicados bajo el título de Homo sacer, proponen una relectura total del hecho humano (Auschwitz como paradigma del derecho, la consideración del capitalismo como una religión, los fundamentos teológicos de la economía y la primacía de la liturgia sobre la teología, la producción de formas-de-vida), desarrollando una arqueología que, si bien, bebe directamente de Michel Foucault y su biopolítica, resitúan en el mundo las relaciones de los cuerpos, las palabras y las cosas.
Su relectura de lo sagrado le lleva a redefinir el contrato del hombre con los hechos materiales. De la mano de una óptica benjaminiana, podíamos decir, del legado de Aby Warburg, entiende que las imágenes y el arte son parte de ese contrato. Los efectos de esta mirada legal sobre las cosas son determinantes. Así la iconoclastia del DAES es una suerte de idolatría o, como intento reflejar en la exposición Sacer, el martirio de las cosas, la destrucción de imaginería de nuestra Guerra Civil responde a la misma religiosidad, a la misma economía que las sacaba en procesión, con tanta fiesta y tanto gozo.