LA PREGUNTA DE FLORENCIA. (texto de V-M)
El año pasado, estaba paseando por Florencia cuando oí que me llamaban desde la mesa de un café. Era Emmanuel Carrère, al que conocía de un encuentro en Paris en el Salón del Libro. Acompañándose de un gesto muy cordial, me invitó a sentarme con él. Caía la tarde. Vi que tomaba un refresco y opté por pedir lo mismo. Cruzamos unas breves palabras acerca del mal estado del tiempo y luego nos quedamos unos cuantos segundos callados. De repente, Carrère me preguntó:
– ¿Te da miedo el silencio?
No entendí por qué me planteaba, a la primera de cambio, aquella cuestión, y menos aún por qué me preguntaba aquello. Pero el momento fue bello, raro, imponente; me di cuenta de que acababa de suceder algo que no sabía definir, pero que tardaría en quedar atrás en el tiempo.
¿Miedo al silencio? A veces, al volver a recordar las circunstancias de aquel extraño momento –yo perplejo ante aquella pregunta formulada por Carrère literalmente a bocajarro-, me acuerdo del director de teatro Peter Stein, que habló en cierta ocasión de una bola de plata que atraviesa el escenario. Tarda años en pasar, dijo, y se produce en unos segundos de un espectáculo, pero, el placer es tan intenso que justifica la espera de semanas, meses y años.
Placer es lo que sentí ante aquella situación, un placer no exento de incomodidad porque me sentía tocado por la punta de una espada y porque, además, el momento fue formidable, pero incomprensible. Sólo hace unos días, al leer que años atrás Carrère se había sentido “tocado por la Gracia” y durante una larga época había sido católico practicante, me dio por pensar que su pregunta de bola de plata de aquel día pudo estar relacionada con su pasado de creyente. Tal vez, me dije, quiso hablarme de la expresión española “ha pasado un ángel” … Pero no. Pronto vi que no era de ángeles y arcángeles de lo que había deseado hablarme y que por ahí seguro que no iban precisamente las cosas.
No fue hasta ayer, hasta ayer mismo, cuando, al leer una entrevista que él había concedido a The Paris Review, comprendí de golpe. En la entrevista se detenía en los diversos momentos de su vida en los que se notó bloqueado como narrador y aconsejaba, en caso de parálisis creativa o de situación de estar simplemente sin hacer nada, acudir a un tratado de un autor romántico del siglo XVIII, Ludwig Börne, donde éste propone que durante tres días consecutivos uno se fuerce a escribir todo lo que le pase por la cabeza, sin artificios y sin hipocresía: “Escribe lo que pienses de ti mismo, de tus mujeres, de Goethe, de la Guerra Turca, del Juicio Final o de tus superiores, y te quedarás estupefacto al ver cuántos pensamientos nuevos jamás expresados han salido fuera. En eso consiste el arte de convertirse en un escritor genuino en tres días”.
Me pareció que el método de Börne era realmente capaz de acabar con el bloqueo de cualquier autor encallado o, simplemente, callado. Y me acordé de Bartleby y compañía y de una frase que en mi libro el jorobado narrador aseguraba que podría perfectamente haber dicho el escribiente del relato de Melville:
-Hablar es pactar con el sinsentido del existir.
Perfecto, pensé. Y entonces caí en pleno síndrome del l´esprit de l´escalier, es decir, fui a parar a ese momento en el que encuentras la réplica adecuada a lo que te dijeron, pero ésta no te sirve, porque estás ya bajando la escalera y la contestación ingeniosa deberías haberla dado antes, cuando estabas arriba.
Y comprendí de golpe. Haberle respondido a Carrère que hablar es pactar con el sinsentido del existir habría sido una respuesta ingeniosa, pero, sobre todo, coherente. ¿Y por qué coherente? Porque –lo vi con toda claridad- la pregunta de Florencia estaba relacionada con la lectura de mi libro sobre los escritores del No. Comprendí que Carrère, excelente investigador de vidas ajenas, me veía básicamente como el autor de Bartleby y compañía y había decidido ir al corazón de mi verdad más íntima y preguntarme si había escrito aquel libro por puro pánico al silencio.
Cuando vuelvo a aquellos instantes de la bola de plata, me doy cuenta de que reconocí al instante, instintivamente, la profundidad y peligrosidad que la desconcertante pregunta contenía y me limité a refugiarme en mi expresión de perplejidad.
Hoy creo que debería haberle contestado, a bote pronto y sin miedo, que, en efecto, escribí Bartleby y compañía porque me daba verdadero pánico quedarme de pronto sin la escritura y con toda una parte de mi vida todavía por vivir. Debería haberle contado, además, que, al publicar el libro, me las prometía muy felices tras haberme salvado del silencio, del bartlebysmo, y sin embargo las cosas no fueron como esperaba, sino al revés, se me complicaron. Quizás me faltó, debería haberle dicho, saber que no hay nada más cargante, más insoportable, que un escritor que escribe, porque un tipo que demuestra que puede escribir, engendra animosidad, rencor, odio, y hasta provoca gran escándalo, al menos entre los que consideran que lo más honesto siempre será callar.
Ahora creo observarlo con perfecta visibilidad: dadas las feroces reacciones que no callar provoca en algunos enclaves controlados por ágrafos, ¿cómo no va a estar profundamente arraigada en mí “la pulsión negativa, la atracción por no hacer nada”? Lo está, pero no cedí nunca a esa atracción, precisamente por el miedo que me produce el silencio, tal como intuyó Carrère aquella tarde en Florencia. Por el miedo a quedarme sin la bola de plata de la escritura. Por el miedo a quedarme sin el mejor lugar que conozco para vivir hechos tan extraordinarios como decir que el mundo no tiene sentido y, acto seguido, observar cómo el timbre profundo de la voz que ha dicho eso es el eco de ese sentido.
Aunque la vocación es débil. Tanto que a veces, cuando mi vida se complica en exceso, acabo pensando que sería mejor que me dedicara a no mover un dedo, convertir la no actividad en mi marca de agua, actuar con la sabiduría del viejo haiku: “Sentado apaciblemente sin hacer nada/ la primavera llega y la hierba crece por sí misma”.
Y sin embargo, no me detengo, continúo. Es decir, escribo. El miedo al silencio acaba venciendo en todo momento al miedo a sentirme deshonesto por no renunciar a la escritura. Y tanto el uno como el otro no son los únicos miedos, también tengo terror a la obra maestra. Una noche, entraba luz de lluvia por mi ventana cuando pasó por mí un soplo repentino que apenas capté, pero que me hizo percibir, por breves instantes, la obra maestra que estaba destinado a escribir, una obra que mejoraba todo lo publicado hasta entonces en el mundo. Vi pues con claridad pero con brevedad extrema el gran libro que llevamos todos dentro pero que en la vorágine de nuestra vida interior rara vez emerge y, de hacerlo, en seguida viene alguien o algo a interrumpirnos dejándonos sin tiempo para ni tan siquiera memorizar cualquier detalle de ese texto que nos habría cambiado la vida.
¿Me habría gustado que me la cambiaran? Al pensar en las consecuencias que podría haberme acarreado escribir esa obra maestra –entre otras, salir de gira para siempre, una promoción eterna del libro-, me entra siempre un miedo superior incluso a mi pánico al silencio, lo que ya es decir. Claro que aún más superior a ese terror a la obra perfecta es el miedo a que no vuelva a pasar nunca más por mí aquel soplo repentino con luz de luna y no disponga por tanto de otra oportunidad para volver a entrever la pieza insuperable. Es un miedo que lleva incorporada a su estructura un terror aún superior: el temor a que llegue la muerte y quede yo mudo y más que callado sin haber dado antes mi consentimiento a semejante barbaridad; el temor, bien comprensible, a engrosar las filas de los que, habiendo puesto en marcha sin problemas una obra en progreso, quedan, un día, literalmente paralizados para siempre.
Por eso a veces insisto en que Bartleby y compañía, contrariamente a lo que se cree, no habla exactamente de escritores que dejan de escribir, sino de personas que viven y un día mueren, de gente que lee y de gente que un día deja de leer y de gente que muere sin haber leído nada y de gente que ama y deja de amar o ama sin ser amada, de oleadas y oleadas incesantes de seres inútiles y malolientes que vienen desde el fondo de los tiempos a hundirse, que es a lo que venimos a este mundo, donde el instinto silencioso, el instinto de muerte, no necesita ni compañía, de tanta que tiene.