Cuando el carácter humano cambió. [Café Perec] 25 enero 2022

class_photoGran avalancha de textos sobre el centenario del Ulises de Joyce, incluso en nuestro país. En todas partes se proclama que 1922 fue “el año que cambió la literatura”. En noviembre murió Proust. Y en febrero había aparecido en París el Ulises “apilado en la librería de Sylvia Beach, como dinamita en bodega revolucionaria”, escribió Cyril Connolly. Por su parte, Eliot –el poeta que logró lo más difícil del mundo: hacerse pasar por un inglés– publicó su obra cumbre La tierra baldía.

Pero Christopher Domínguez Michael en Letras Libres nos recuerda que Virginia Woolf situó el cambio doce años antes del Ulises: “Hacia diciembre de 1910, el carácter humano cambió”. Del mismo modo que el arte paleolítico modificó nuestra mente, Woolf parece sugerir que la “nueva ficción” lo estaba cambiando todo. Su frase la suscribiríamos muchos, y más ahora que, a la velocidad de la sombra, todo cambia más que nunca y ni siquiera nos deja ya pasmados. Es más, a la vista del caos general, uno piensa que ahora se podría acuñar una frase parecida diciendo que este enero de 2022 el carácter humano ha vuelto a modificarse, aunque en este caso para hundirse en un retroceso.

Si quisiéramos olvidarnos, aunque fuera por un momento, de esta cuesta abajo, podría bastarnos con rescatar cualquier frase de Petersburgo, de Andrei Biely, la revolucionaria novela que se adelantó seis años al Ulises. Editada en tierra rusa en 1916, Petersburgo, con su voluntad de transformación literaria absoluta, estuvo circulando como leyenda cincuenta años entre los lectores europeos, aunque sólo empezó a ser leída en 1967 gracias a una inmejorable traducción al francés y también, por supuesto, a que en 1975 Nabokov la situó entre “una de las cuatro obras maestras de la prosa del siglo”

Escribe Biely en Petersburgo que el hombre es un vestigio de otra cosa y que lo visible no es sino un resto de lo invisible, lo que explicaría que a ese hombre lo hayamos visto más de una vez cambiar de carácter y también que Petersburgo (Akal, 2018) sea una novela que se abre a muchas interpretaciones: mística, metaficcional, psicoanalítica, propuesta de espiritualización de la vida, historia de un parricidio y novela policiaca y política, con dinamita en la bodega también.

La trama nos presenta al joven Nikolai Apolónovich al que el Partido, aprovechándose del odio que le tiene a su padre, el senador zarista Apolón Apolónovich Ableújov, lo induce a ponerle una bomba en su despacho, un artefacto oculto en una lata de sardinas (humor cervantino). Y, a partir de aquel momento, el tic tac de la bomba desgrana el suspense y el horror que emite la protagonista real de la novela, Petersburgo, ciudad infernal, metrópoli agrietada, boca de sombra sibilina por la que habla el abismo. Como dice Pedro B. Rey, la presencia de la ciudad, ese monstruo palpitante y anónimo, es lo que parece vincular a Petersburgo con Joyce, aunque luego se pregunta, nos preguntamos, si no será al revés. El artefacto de Biely no puede deberle nada, claro está, a un Ulises que todavía estaba por venir.

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