Un añorado amigo les agrupó, como si fueran una secta, y les dio el nombre de “los que no perciben que todo ha cambiado a su alrededor”. Entre los casos más paradigmáticos de este club encontramos el de Luis XVI, que, cuando tomaron la Bastilla, escribió en su diario personal sólo una palabra: “Nada”.
A esa secta, quizás para abreviar su nombre, la llamo “la de los arcaicos”. Una anécdota rescatada de la correspondencia de Kafka nos descubre a uno de ellos en la figura del presidente de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo, el jefe de su oficina y representante directo en Praga del emperador. Un caso de asombrosa imperturbabilidad. El hombre mostró una rara flema cuando estallaron incontenibles las risas de su empleado Kafka, que, nada más acabar de ser nombrado en un pomposo acto “técnico del Instituto”, sintió que le resultaba imposible frenar su imparable risa, no causada por el nombramiento en sí, sino por el trascendente, anticuado y piojoso discurso del jefe. ¿Cómo era posible que aquel egregio señor no cayera en la cuenta de que su solemnidad y especialmente su retórica eran algo totalmente superado?
“En tanto gran hombre acostumbrado a las situaciones más diversas en la vida, a aquel señor presidente ni siquiera podía pasarle por la cabeza la posibilidad de que le faltasen al respeto”, escribió aquel día el empleado Kafka. Y sus palabras nos llevan a preguntarnos si no es impresionante que aquel jefe fuera incapaz de registrar que el mundo había cambiado y además cambiaba justo donde él mismo estaba discurseando con una gran elocuencia acartonada.
¿Cuántas veces no hemos sentido ese mismo estupor ante el discurso digamos que altanero y al mismo tiempo inmensamente neorrancio de alguno de nuestros compatriotas? En un momento en el que es evidente que nuestra percepción del mundo ha cambiado, los arcaicos no son capaces siquiera de registrar los cambios que se han están dando en todas partes, incluido, aunque aún no lo sepan, en su mínimo mundo.
Suelen recordarme a los personajes que aparecen en ese pasaje en el que George Sand se describía a sí misma como una jovencita que iba al encuentro de la vida y tenía ideas de izquierda, de extrema izquierda si se contemplaba la época en la que transcurrían sus días. Con todo, Sand frecuentaba los grandes salones, y en particular aquellos donde se reunían los miembros de la antigua aristocracia, aquellos que habían logrado milagrosamente salvar la cabeza. Describía Sand cómo veía con gran espanto a estos aristócratas, la forma en que gesticulaban, en qué se movían, la forma imberbe de ofrecerse pasteles, de adelantar una silla, de retirarla, de esconder sus pelucas entre los senos de las damas, y de meterlas luego bajo sus traseros, cómo hacían miles de gracias, de pequeñas carantoñas…
Estaba Sand perpleja de ver a aquellos putrefactos personajes, sobrevivientes de una realidad obsoleta, hacer tantas y tantas muecas y no ser conscientes de que estaban absolutamente fuera de todo. “Lo más curioso es que se les veía envejecer en directo, allí mismo”, escribió Sand.