la lectura y la escritura aunque parezcan actividades personales son una cuestión de consenso, de colaboración, de trabajo en equipo ——————————————————————————————————-
Me interesó mucho el artículo de Gonzalo Torné –bueno, el artículo y todo lo que escribe– sobre los peligros de la relectura, en su caso de los libros de Sebald, y sus observaciones sobre la relatividad, o la fluidez, por no decir la liquidez, del yo lector. Efectivamente un libro determinado, para ser la obra maestra que no es, necesita a determinado lector, a determinado estado de ánimo del tiempo… No se trata solo de que uno cambia, sino de que la lectura y la escritura aunque parezcan actividades personales son una cuestión de consenso, de colaboración, de trabajo en equipo.
Ese Blake Bailey ha escrito la biografía de Philip Roth: una obra maestra, decían. Ahora bien, se acusa a Blake de violación y acoso, y a Philip Roth de machista y mujeriego… y la obra de Roth parece que huele mal y la biografía de Bailey no solo deja de ser magistral sino que deja de existir, porque se le ha retirado la colaboración de la colmena humana que alentaba a autor, biógrafo y biografía.
Mejor aún: como el libro se publicará en Europa, tendremos la paradoja de que de este lado del Océano Atlántico seguirá siendo magistral, mientras que en el otro lado no existirá o será repugnante.
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A raíz de la publicación de los Diarios de Gide, que ha sido un trabajo largo, que me ha entretenido durante la pandemia, y que una vez terminado lo observo casi con incredulidad, como un barco que se aleja –yo creo que todos los traductores deben de sentir algo parecido cuando ponen fin a una empresa caudalosa– he vuelto a pensar en lo curioso y enriquecedor de trabajar en equipo.
En este caso el resultado no hubiera sido ni mucho menos el mismo si no hubiera contado con colaboradores: en primer lugar, para resolver algunas dudas de sentido en determinados pasajes ambiguos, podía consultar a Justin O’Brien; bueno, él ha muerto, consultaba a su versión. Fue el traductor al inglés de una primera versión del diario (–a canónica, la de La Pléiade, que es la que ahora publicamos en DeBolsillo, es bastante más larga–. O’Brien consultaba continuamente sus dudas con el mismo Gide, incluso hasta impacientarlo algunas veces. Su versión es una herramienta muy útil para despejar algunas dudas que de otro modo constituían un enigma dentro de un misterio dentro de una incógnita. La traducción en español de Miguel de Amilibia, publicada en Argentina en 1963, también es incompleta, e incurre en algunos errores de interpretación e incluso de lectura, pero es muy meritoria, y su vocabulario, elegante. También me ha ayudado puntualmente. Además contaba con el respaldo del equipo de redacción de la editorial, las señoras Marta Suárez, Carmen Carrión y Carmen González. No conozco a ninguna de ellas, pero ojalá pudiera siempre trabajar con gente de tan incansable profesionalidad y criterio. De manera que incluso algo aparentemente tan personal y mecánicamente elemental como traducir –un autor escribe un libro, un traductor lo vierte a otra lengua, y ya– es un trabajo colectivo. Yo firmo la traducción, pero en mi mente los nombres de todos esos que he mencionado figuran junto al mío.
Recuerdo que cuando traduje Opio de Cocteau busqué y consulté una versión anterior en español, hecha por un escritor excelente, y me refocilaba en sus errores y flaquezas, con la satisfacción pueril de saber que mi versión no incurriría en ellas, pero también sabía que aquel colega no pudo recurrir a herramientas léxicas, etimológicas, históricas, bibliográficas, etc., que ahora están al alcance de cualquiera. Aún así él también colaboró conmigo en alguna medida –sin saberlo, porque ya había fallecido–.
Aunque me dedique a escribir, que es algo que suele hacerse en soledad, cada vez creo menos en el trabajo individual y más en el trabajo en equipo. No veo de otra manera mis colaboraciones con Letra Global. De ninguna manera soy solo yo quien escribe notas como esta. Ni siquiera escribir una novela es un trabajo tan estrictamente personal como el novelista suele creer. Escribí una titulada Turistas del ideal y tuve el acierto de consultar con Ferran Escoda –el poeta y autor de Els meus millors pròlegs— y el poeta cubano Rolando Sánchez Mejías, cada uno me dio una idea que mejoró sensiblemente una página importante.
Hubo unos años en que hice guiones de comic para dibujantes como Roger Subirachs (por desgracia también difunto, pero siempre recordado) y Miguel Gallardo. Era una delicia ver cómo plasmaban e interpretaban espacialmente mis ideas, y en el caso de Gallardo –el autor de Makoki, luego famoso ilustrador, que ganó relevancia internacional con María y yo y otros álbumes, películas, conferencias sobre su experiencia familiar del autismo–, sus morcillas en mis diálogos le daban a las historias una, cómo llamarlo, una desenvoltura juvenil que me sorprendía y exaltaba al verlas ya incorporadas al resultado final; ese resultado –eran historietas de humor– ya no era solo fruto de mi pequeño o gran ingenio ni del suyo: sino de un tercer autor, híbrido y que en puridad no existe.
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No creo exactamente que haya muerto la novela, como a veces se dice. Pero sí es obvio ha perdido relevancia y por consiguiente interés el autor flaubertiano o victorhuguesco (o galdosiano, si se prefiere) con voluntad de omnisciencia sobre su obra y sus personajes. Ni es exactamente que haya muerto el intelectual, pero la idea de un Sartre contemporáneo dictando qué está mal y quién tiene la razón, y forme la opinión pública, es casi de risa. Pienso en un filósofo de moda, que el año anterior al virus publicó su exitoso ensayo de éxito mundial avisando de que el gran problema contemporáneo, ahora que ha pasado el temor a las pandemias… ¡Qué rápido desautoriza la realidad a todos los Fukuyamas! Son figuras de la historia que agonizan por desinterés del respetable y porque su época ha pasado también. Es inmanejable para una mente sola. Nos adentramos en un mundo tan complejo y novedoso que la mera idea de que un individuo genial o inspirado puede comprenderla, interpretarla o darle soluciones, parece anacrónico. Recuerdo que el presidente Kennedy reunió a su Gobierno y les preguntó, retóricamente, cuál creían que era el motivo del éxito de Estados Unidos, éxito que había convertido su país en la gran potencia mundial. Y antes de que respondieran tomó la tiza y con grandes letras escribió en la pizarra: “CO-OPERATE!” Es un consejo estupendo.