LAS MOSCAS

the-deepLas moscas escriben y nosotros escribimos para mirar cómo muere una mosca. Eso afirma Marguerite Duras en su libro Escribir. ¿Somos nosotros mismos esa mosca y escribimos para ver cómo se desarrolla la historia de nuestra muerte de mosca?  Ignoro qué sentido exacto (suponiendo que lo tenga) tiene esa frase de Duras. Ella, en Escribir, cuenta cómo un día, mientras esperaba en su casa de Neauphle-le-Château la visita de Michelle Porte, se entretuvo mirando los movimientos de una mosca  moribunda que agonizaba en el jardín de la casa. Cuando llegó su amiga, Marguerite le comunicó la hora exacta en que había fallecido el pobre insecto. “La  mosca ha muerto a las tres y veinte de la tarde”, le dijo. Y  Michelle Porte tuvo un ataque de risa. Duras, imperturbable, escribiría unos días después: “Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar cómo muere una mosca. Tenemos derecho a hacerlo”. Y más adelante: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos”. Y finalmente una conclusión tajante que nos deja sin saber si reir o emocionarnos:  “Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir: todo escribe, la mosca, la mosca escribe (…) La escritura de la mosca podría llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es”.

Si estoy a solas en casa y entra una solitaria y banal mosca me acuerdo inmediatamente de Kafka cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía.

Todas las moscas son distintas. Pero el parentesco general entre ellas es innegable. Augusto Monterroso, gran experto en insectos, solía decir: “La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra”. El mundo de las moscas sin ley  siempre le atrajo y planeó una antología universal sobre ese enmarañado universo. Finalmente abandonó el proyecto porque vio que el volumen iba forzosamente a tener que ser infinito. Pero en Movimiento perpetuo ofreció a sus lectores una pequeña muestra de la historia mundial de las moscas. Movimiento perpetuo se iniciaba así: “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas”. Un categórico comienzo para un libro inclasificable, escrito mucho antes de que hubiera tantos libros híbridos o inclasificables como ahora. En él, Monterroso zigzaguea de un género a otro, y pasa del ensayo al relato, y de éste a la digresión o el divertimiento. El zigzagueo está a la altura del mejor vuelo de la mejor mosca mundial. Los diferentes fragmentos están unidos por citas literarias en las que las moscas tienen su protagonismo. No hay un solo escritor profundo que no haya escrito alguna vez sobre las moscas. Ahí tenemos, por ejemplo, a Ludwig Wittgenstein, que escribió en Investigaciones filosóficas:  “¿Qué se propone uno con la filosofía? Enseñar a la mosca a escapar del frasco”.

A mi paso por Bogotá, entre varios controles policiales de cocaína y dinamita,  veo en el aeropuerto a una mujer que tiene una nariz como la de Cleopatra  (con el añadido de una peca de color castaño) y me acuerdo de la famosa frase de Pascal: “Si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, la historia del mundo habría cambiado”

En verano las moscas humanas  se reúnen en  balnearios, apartamentos y hoteles. En su  pulcro concierto, bailan a medianoche. O atacan, sin uñas. Su zumbada  música es inconfundible. Marcel Proust decía que ellas componían pequeñas sinfonías que eran como la música de cámara del estío.

Escribo desde el Hotel Charleston de Cartagena de Indias. Aquí, frente al Pacífico y sitiado por moscas tropicales, rodeado de un mundo alucinante  de moscas sin ley,  encuentro amigos mallorquines y les hablo de Biel Mesquida, al que, poco antes de salir de Barcelona, vi en Saló de lectura, el formidable programa de Emilio Manzano. Les explico a los mallorquines que en su nuevo libro, Els detalls del mon, Mesquida  ha llevado a cabo un implacable retrato moral de Mallorca. Me miran como si mi  nariz fuera la de Cleopatra.  Su escritura sensorial, les digo,  está pensada  para lectores que lean con todo el cuerpo. El libro apuesta fuerte y brillantemente por el fragmento, como si quisiera descubrir el secreto del mar meditando sobre gotas de rocío. Contiene ochenta píldoras, ochenta  gotas de escarcha con las que el autor confía en dar a los lectores una energía saludable. Si en la sopas siempre hay una mosca, Els detalls del mon  también tiene la suya. La mosca está en la página 87 y escala la cima de un pastelito de té. Aquí, en Cartagena de Indias,  los pastelitos son pastelazos, el sol calienta y  las moscas  se beben  nuestro ron.

“¿Alguien oyó alguna vez toser a las moscas?”, preguntaban los hermanos Grimm en un cuento que leí de niño y cuyo título he olvidado, pero no así  aquella pregunta  que me ha acompañado siempre y me persigue ahora aquí en esta terraza del Charleston mientras una mosca me zumba por la oreja y trata de posarse sobre mi nariz. Un serio incordio hasta que comienza a ahogarse imprevistamente en un zumo de tomate. La remato de forma criminal, la mato con  toneladas de sal y  pimienta. No soy Cleopatra, me digo satisfecho. La mosca ha muerto, a las doce y cinco de la mañana.

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