HANDKE

bej1-7_10720085_20191010142113Cuando en París, a mediados de los setenta, leí de Handke Carta breve para un largo adiós, creí dar allí con el tono de voz de mi generación, o, mejor dicho, con el tono que me pareció que debería de tener ésta y que más bien brillaba en general por su ausencia, pues era como si sólo Handke estuviera introduciendo la modernidad en la seriedad de las novelas y sólo él supiera mezclar con solvencia filosofía y cotidianidad, rock and roll con angustia existencial, contracultura y Goethe.

Pero en realidad, en contra de aquellas apariencias iniciales, el Handke esencial estaba ya concentrado en el fragmento de Karl Philipp Moritz que abría aquella Carta breve para un largo adiós, donde se nos decía que la mañana era cálida y deparaba el suficiente buen tiempo para huir, para largarse de Austria y de todo y viajar, “con el cielo tendido cerca del suelo y los objetos bien oscuros a nuestro alrededor, como si la atención debiera centrarse sólo en el camino que se quisiera andar…”

Centrada en las trampas del camino, la atención, al igual que la literatura de Handke, han atravesado todo tipo de espacios, siempre a la búsqueda de un mundo en el que un cierto ritmo antiguo pudiera llegar a ser plenamente lejano y al mismo tiempo próximo, tremendamente personal. Alguien así sólo podía dejar atrás la pasajera modernidad para acabar siendo un maestro antiguo, un escritor de los de antes, o estar cerca de serlo. “Es el único oficio, si es que hay alguno, para el que estoy hecho a medias”, escribió en El año que pasé en la bahía de nadie, la obra con la que le vimos aparecer transformado, convertido en cierta forma ya en un clásico; la obra en la que nos habló de pronto de la constante metamorfosis en la que había estado en juego siempre su existencia, el camino trastornador que había ido haciendo al andar.

Aquel libro casi perfecto que marcó un antes y un después en la obra de Handke era un viaje por el mundo y también por el interior de uno mismo, con un mensaje osado: “Conócete a ti mismo: transfórmate”. Sin duda, Handke está ya muy lejos de aquel tono que un día pensamos que podría ser el de mi generación. Pero mi generación no está lejos, en cambio, de Handke. De hecho, habla en plural como John Ford al final de aquella Carta breve para un largo adiós, y lo hace para simplemente decir que no soñamos y que si lo hacemos se nos olvida. Y es que, como hemos aprendido en el camino a hablar de todo, nada nos queda para soñar.

(El País, 11 de octubre 2019)

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