Decía Manuel Azaña que de 100 lectores, 99 eran poco interesantes. Cuando se le pregunta a Juan Goytisolo, dice que tal vez la frase es exagerada, y sólo son 90, pero que siempre ha sido así, siempre ha habido autores para ser leídos y otros para ser vendidos. La gente tiene la costumbre de comprar a los más vendidos (que casi nunca pertenecen al estricto campo de la literatura) y últimamente, encima, hay suplementos literarios que abren con tres páginas dedicadas al libro que vende, como si éste necesitara aún vender más. Debería esperarse de los suplementos un trabajo más orientador, no marginar –como hacen algunos de ellos- a los escritores poco conocidos o a las editoriales pequeñas. Lo que ya es el colmo es que algunos de esos suplementos ni siquiera a veces actúen así por las presiones empresariales (que es cierto que cada día son más grandes), sino por pura tontería, porque les chiflan los best sellers americanos -de categoría inferior a los de otras épocas-, así de simple.
Para mí, dentro de ese 10 por ciento que ve Goytisolo, hay cuatro categorías de lectores y ninguna es mejor que la otra, aunque tengo mis preferencias. Están aquellos lectores que son meramente pasivos, moldeados por la tradición novelística del XIX y la peor del XX, cuya única tarea consiste en identificarse con uno de los personajes del relato. Están aquellos que, huyendo de la decepción de su propia existencia, buscan un mundo sustitutivo en el que sucedan cosas que jamás acontecerían en su vida. En tercer lugar, están los que, con sinceras ansias de saber, esperan hallar enseñanzas. A decir verdad estas tres tendencias lectoras son honradas, pero juegan con fuego y siempre están al filo de acabar en manos de los peores mercaderes.
Luego, hay un cuarto grupo de lectores, que son aquellos que, por los motivos que sea, van ellos mismos en busca de la verdad, aunque sea de una manera del todo indefinida. Hannah Arendt fue la primera en señalar que ese grupo de lectores es el único capaz de apreciar, por ejemplo, las estructuras de Franz Kafka. Es un tipo de lector –no muy frecuente, por cierto- que busca la verdad y que, en el caso de la lectura de Kafka, se siente agradecido cuando en una sola página o quizá en una sola frase se le hace visible de repente la estructura desnuda de un suceso trivial.
Ese arte de Kafka que abstrae y sólo deja en pie lo esencial atraviesa Narraciones y otros escritos, que es la nueva entrega de las Obras completas de Kafka, que viene editando Galaxia Gutenberg. Este tomo tercero ha pasado por innumerables avatares, retrasos y cambios sobre el plan previsto, pero al final ha aparecido. Sigue las pautas fijadas por la edición crítica de Fischer Verlag, borra los equívocos de Max Brod y cuenta con un soberbio prólogo, donde Jordi Llovet, el director de las Obras Completas, se levanta contra todas las interpretaciones parciales de la obra y explica cómo la alianza entre literatura y metaforización –el arte de ser Kafka- convierten a este escritor en el más actual del siglo XX. En circunstancias normales, en un país normal (tampoco es que queden muchos), este tercer tomo, al igual que los dos anteriores, habría recibido la atención lógica y no le habrían dado un trato casi de libro clandestino, aunque ya sólo fuera por el meticuloso trabajo extraordinariamente bien hecho de los que han participado en él. Pero no ha sido así, porque aquí cuanto mejor se hacen las cosas más pronto se hallan los motivos para silenciarlas. Vivimos en la euforia de la chapuza efímera y se habla de todo menos de lo que en verdad cuenta. (Recuperación de un texto de Vila-Matas publicado en El País, febrero de 2004)