BOFETADA, un texto de Michi Panero.

michi-62La revista Canibaal publica  su número 6, donde colaboran, entre otros, Patricio Pron, Vila-Matas, Manuel Vilas, Ximo Rochera, Cristina Morales, Pablo Rubio y Aitana Carrasco, María Llopis, Ramón Pérez Parejo, J.S. de Montfort, Miguel Ángel Hernández,E.Falomir, C.Morales… Y en la edición digital de la misma Canibaal se publica un inteligente artículo de Pablo Miravet Bergón sobre Michi, al que sigue  BOFETADA, un texto del propio Michi, muerto hace diez años en Astorga y al que este blog rinde hoy homenaje. VILNIUS ZERO.

 opio

BOFETADA

por MICHI PANERO

De que había otros mundos fuera de los estrechos límites de las murallas, unos muros húmedos de convento, persecuciones, odios, envidias entre visillos; cae ahora el murmullo de la lluvia sobre unos y otros, cae la nieve y se oscurece hasta el sonido de los pasos, las rituales campanadas –ahora ya casi sardónicas– de una catedral que, lo queramos o no ha sido la única pieza inmóvil de un tablero de ajedrez, húmedo y expectante, en donde yo, imperceptiblemente, iba sintiendo cómo sucumbían reyes, damas y espectadores; sin saberlo, sin pretensiones metafísicas, ni absurdas y cursis profecías, nos convertíamos en madera de un jardín de los cerezos desconocidos, moviéndonos perplejos y sonámbulos, como niños que lloran el final de un sueño, esperando, sin intuir que todas las historias tienen un único final, el malo, el que termina al borde de un barranco, o de un bosque –con palomar derruido– de encinas descuidadas, de castaños devastados, de viñas asaltadas por los hijos –o por ellos mismos– de los que ahora claman, cubriéndose de ceniza y caspa, por la eterna memoria de una persona (por azar o necesidad, poeta o buen poeta) que tuvo a bien ignorar las bestialidades que sus amables padres sanos cometieron, en la impunidad de una época siniestra y africana con su persona, incluso con la muda presencia de una barata estatua revestida de hormigón, una estatua de arena, último sarcasmo de la beatería de su ciudad natal (y pese a todo amada) decapitada; extraño orgullo leonesista (¿y eso qué es?) para coronar a un hombre que vivió soñando que todos eran, en el fondo, eternamente buenos: pensamiento de cristiano viejo; disculpar, incluso más allá de la tierra y del viento, todo lo que le agravió, lo que sigue ignorándole; sólo hay que pasarse por la calle, deslustrado su nombre, negro el recuerdo, de Leopoldo Panero [padre: nota mía], atisbar en su casa cristales rotos, flores o hiedra salvaje, fuente seca y despintada, llena de herrumbre, perpetuos rumores sobre cómo especular –mal– con los terrenos, cómo hacer que coexistan –ni André Breton, ni todos los manifiestos del Surrealismo– con un parvo museo del chocolate; quizás un último homenaje sardónico a vicios familiares, o la incompetencia municipal; desde luego aquí la imaginación nunca llegó al poder, ni detrás de los adoquines se escondía el mar; ni el mar, ni una simple y rota caracola; el único rumor que se escondía era –es– el de una hormigonera analfabeta y dos o tres albañiles en estado catatónico que, pertrechados para el Himalaya, observan, melancólicos, el paso del tiempo, ese niño que juega a los dados inútilmente, mientras cae la nieve, lenta y titubeante, sobre una familia que se acaba.

Mejor no entender nada, ni la mezquina –y actual– Historia de España, ni su mapa de barbaries, de mal gusto, de desprecio; quizás sea mejor, lo dijo un maestro mío, la destrucción, el fuego. Al final, la Historia lo demuestra, aquí no se rescata nada, puesto que todo está basado en el olvido, en la banalidad; artículos como éste, y he visto miles, millones, son perdonados porque se saben invisibles, amarillo papel para justificar una magra prebenda, un estúpido prestigio de patio de colegio, de barriada. He vuelto a Astorga, después de eternidades y nostalgias, porque aún, pese a todo, sigue sobre ella el misterio, el dolor, el silencio; he vuelto porque todos tenemos derecho a rehacer pasos perdidos, a buscar el lugar donde se enterró, sin saberlo, el deseo, donde se perdió la voluntad de cambiar mundos familiares, bosques demasiado salvajes para atravesarlos. Lo confieso; he envejecido mal, no he comprendido a tiempo la larga mano de la banalidad, ni del desprecio. Pero aun ahora, buscando guarida, sabiéndome ya solamente herida, prefiero imaginar que todo ha ido bien, que he recordado a Kazan –[…] de nuevo en París, lluvioso y sentimentalmente irreparable– desde este páramo y he vuelto a repasar, pura rutina, la larga lista de injusticias del tiempo, los olvidos y los olvidados, lo frágil que resulta observar cómo todo, banalizado, se evapora, como aquel resplandor en la hierba, en una sala semivacía, cerca del Sena, donde lloré sin saber la razón, intuyendo precozmente el dolor del futuro, mi propia imagen rota.

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