“Aunque se conteste a todas las preguntas científicas posibles, nuestro problema sigue sin abordarse”.
Para Doctorow estas palabras de Wittgenstein nos indican que, por mucho que cualquier Einstein encuentre las leyes definitivas que expliquen todos los fenómenos, lo insondable sigue ahí, es decir, que toda ciencia topa con un muro. Dice Doctorow en Creadores, valiosa colección de sus mejores ensayos: “La visión de Wittgenstein sobre el problema que sigue sin abordarse es la mirada dura del espíritu insondable y en último extremo irrecuperable, orientado hacia el abismo de su propia conciencia. La suya es una desesperación filosófica que no forma parte de las contemplaciones hermosamente infantiles de Einstein”.
Por contemplaciones infantiles Doctorow entiende la facultad naif de observación del espacio y del tiempo que conservaba íntegra Einstein en la edad madura y que le llevó a pensar –a veces lo decía casi a modo de excusa o de disculpa por sus grandes logros- que había sido precisamente esa capacidad de mirar y pensar como un niño la que le había permitido, con la inestimable ayuda de sus conocimientos, descubrir lo que descubrió. Se preguntaba Einstein cómo era que había tenido que ser él precisamente quien descubriera la teoría de la relatividad, y se respondía diciéndose que había sido tan lento en todo que, a diferencia de los otros niños, no había empezado a pensar en el tiempo y el espacio hasta hacerse mayor: “Naturalmente, entonces profundicé en el problema más de lo que lo habría hecho un niño normal”
En mi nueva vida –porque creo en los últimos meses, ayudado por la abstemia que ha seguido a mi colapso físico, estar llevando una nueva, o al menos más serena, vida- me interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes. Y también me gustan ahora aquellas personas que buscan remontarse a las raíces y para ello se tumban en la hierba fresca de la mañana y contemplan el cielo y las nubes como si fuera la primera vez y se hacen fuertes en su radicalidad inocente y acaban merodeando alrededor de alguna teoría de la relatividad, que es lo mismo que decir que aprenden a mirar y a pensar de nuevo y comienzan una nueva vida.
Claro está que todas esas personas, por mucho que hagan, también están llamadas a topar con lo insondable, pues ese parece ser el problema siempre de fondo. Y a mí, no puedo evitarlo, también me gustan Wittgenstein y las personas que son como Wittgenstein.
“Forastero que buscas la dimensión insondable, /la encontrarás, / fuera de la ciudad, / al final de tu camino” canta Franco Battiato en Nómadas. Vistas, así las cosas, vistas con tan tenebrosa lucidez, el vanguardismo (si puedo llamarlo así) de mi nueva vida y las contemplaciones hermosamente infantiles se revelarían entonces tan sólo como un discreto gesto poético de dignidad, como si volver a inventar el arte y la vida sólo pudieran ser un bien relativo (relativo en el sentido que le daba Einstein) ante tanta dimensión insondable.
* Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando le vi en el Bar Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que “en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos».
Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que –como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa- sí puedo narrarme. Tampoco sabía, cuando me presenté en el Belvedere, que de hecho, tal como acababa de decir Piglia a los periodistas, la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía estas cosas y a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio –vine a decirle- la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo…
Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald “que se esforzaba por cambiar su pasado”. Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa “historia” de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o bien sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.
Alguien se apiadó de mí y me puso en antecedentes de lo que se había dicho en la rueda de prensa en la que no había estado. Comprendí enseguida que entre la realidad y el deseo podía haber ciertas diferencias. Una cosa era que yo hubiera cambiado realmente de vida y la otra que no hubiera apenas cambiado, pero me narrara a mí mismo –sin oposición hasta encontrarme a Piglia- la historia de mi cambio de vida. Cierta capacidad para fabular me permitía haberme convertido en un personaje de mí mismo, que se dedicaba a creer que había hecho tabla rasa de su vida anterior y de paso a creer que había empezado a ser otro. Pero, ¿a quien quería engañar? ¿A Piglia?
Tal vez mi cambio de vida sólo estaba en lo que yo me narraba. Si era así, tampoco era tan grave, podía seguir narrándome.
Le dije a Piglia que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida. En definitiva, vine a decirle, la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein y cité varias frases inteligentes) la dimensión insondable.
Bajé la cabeza con desesperación filosófica.
-Eso he dicho –dije-. La dimensión insondable.