UN LIBRO AL QUE VUELVO

vera y nabkovEs Es como si existiera en mi gabinete de estudio una ronda secreta de libros que me visitan con periódica regularidad y cuando menos lo espero. Viendo las anotaciones de los últimos años en mi diario, observo que, entre esos libros que cada cuatro o cinco años vuelvo a revisar sin que haya una explicación coherente que lo justifique (salvo que recibo la llamada en el fondo del inconsciente), se encuentra muy especialmente La educación sentimental, ese libro de Flaubert  que siempre me ha parecido una de las grandes obras de la historia de la literatura. Naturalmente, hay libros de este autor que son más llamativos (Madame Bovary sin duda, y en un plano menor el genial Bouvard y Pecuchet), pero el que más me aporta en cada relectura es La educación sentimental, tal vez porque es un descomunal ejercicio deliberado de modestia narrativa, un tipo de libro escrito conscientemente para no brillar y escrito, además, tratando de autodominar siempre cualquier destello de ingenio: una novela creada muy especialmente para tratar de profundizar en la grisura de ciertos colores grises de la vida y de paso  advertir a los jóvenes de ciertos peligros de los que hoy en día, por cierto, ya nadie les advierte.

No está de más saber que, cuando en 1869 Flaubert publicó la novela, ésta no fue inmediatamente apreciada por el público  ni por muchos de sus colegas escritores a los que Flaubert, que ya era entonces muy valorado por su Madame Bovary, les había enviado un ejemplar dedicado. Más bien el libro sembró el estupor y, a los ojos de la gran mayoría, fue visto como una obra mucho menos brillante que Madame Bovary  y Salammbô. Se tardaría casi un siglo en apreciar los caminos que abrió esta novela que, como todas las suyas, fue pacientemente elaborada  lejos del mundanal ruido y de toda precipitación y con un sentido muy elevado de la práctica del escepticismo y  del deber literario. “Cuando se escribe bien, se tiene en contra a dos enemigos: primero, el público, porque el estilo le fuerza a pensar. Y segundo, el gobierno, porque se siente en nosotros una fuerza, y al poder no le agrada otro poder”, le escribió Flaubert a Maupassant.

Sería George Sand la primera en darse cuenta de los caminos que abría  esta obra en la que Flaubert no quiso solamente describir la historia de un amor fracasado, sino el humilde drama de  todo hombre que al avanzar por la vida se ve obligado a doblegar sus sueños a la realidad cotidiana. Los jóvenes de toda Francia no se sintieron identificados con la muerte de las ilusiones juveniles y, como el propio Flaubert comentó, decían de él: “¿Por qué ese hombre tan bueno, tan amable, tan alegre, tan sencillo, tan simpático quiere desilusionarnos de la vida?”. La incomprensión de su novela, sin embargo, radicalizó al escritor que decidió rebelarse y no hacer nunca más la menor concesión a los lectores: “¿Por qué forzarse? Por el contrario, estoy totalmente decidido a escribir, de ahora en adelante, para mi placer personal y sin ninguna coacción. ¡Pase lo que pase!”

El hecho es que se tardó en ver la grandeza del libro, ya que su filosofía pesimista estaba expresada –a diferencia del colorido y de los golpes de efecto de Madame Bovary–  en tonos mustios, morosos, rayando en lo monótono. En esta novela el matiz lo era todo, los acontecimientos se encadenaban con una lentitud calculada, la finura psicológica sustituía a la brillantez de sus anteriores obras. Los gestos, las palabras de los seres ficticios parecían tan auténticos como los de los verdaderos personajes reales de la época. La historia del fracaso de toda una generación ligada a los hechos revolucionarios de 1848 estaba reflejada con un realismo extremado, duro, inaudito en aquel momento y que en la historia de la literatura desembocaría en Beckett y en Sebald. Cuando leo que se escriben historias sobre el fracaso de los ideales de una generación o de otra, siempre recuerdo que La educación sentimental ya narraba el desamparo de nuestras ambiciones con ejemplar diligencia. Curiosamente, no era el realismo exactamente lo que le interesaba a Flaubert (a pesar de eso se le sigue situando en el realismo), sino la verdad.  La dura y pura verdad. Kafka sería, años después, su mejor discípulo. Y ahora la historia de la recepción crítica de la trilogía de Coetzee sobre Jesús guarda un claro parecido con lo que le ocurriera a Flaubert con la grisura de ciertos colores grises de aquella vida narrada en La educación sentimental, libro que tanto desilusionó a unos y a otros en aquellos días.

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